En la vida, escuchar palabras como “enfermedad incurable”, significa un golpe inesperado. No hay una reacción fija… unos reaccionan con enojo, otros con resignación, otros con tranquilidad. El conflicto no es ajeno a nadie. Los creyentes, ante la enfermedad, tratamos de confiar ciegamente, pero ¿qué pasa si, a pesar de los intentos, la tristeza o enojo no se va?
Si la enfermedad se agrava, nos cuestionamos: ¿por qué Dios permitió esto? No tengo la respuesta oficial del por qué Dios ha permitido que experimentemos el dolor o la enfermedad, pero si te puedo compartir – desde mi propia experiencia – algunas palabras que me han ayudado, sobre todo cuando me siento triste por mi enfermedad.
La enfermedad, vivida desde la fe, tiene muchos beneficios.
Si en este momento te sientes acongojado por el dolor, sientes que no ves salida y solo quieres llorar… Da por hecho que Dios está ahí, quiere acompañarte y consolarte. Llora en sus brazos. La enfermedad no es la misma si la vives de la mano de Dios. Dios no te condena si te sientes triste o decaído. Él está ahí para ofrecer Su Ayuda, Jesús lo ha dicho: “Mi yugo es suave y ligero”.
La enfermedad no tiene la última palabra. El profeta Isaías nos recuerda “por sus llagas hemos sido sanados” (Is 53, 5) y ya el mismo Dios lo ha anunciado: “pero yo le devolveré la salud, lo alentaré y lo ayudaré a recuperarse (…) Sí, yo te voy a sanar.” (Is 57, 18, 19). Aunque la misma enfermedad diga lo contrario, no olvides que esta prueba es solo una oportunidad para sanarnos de la enfermedad del pecado y así vivir en plena amistad con Dios. Ánimo, sí se puede. Dios está a tu lado.
Te quiero recordar algo: Dios está contigo. Dios te comprende, te quiere acoger, quiere caminar a tu lado. Él no te rechaza incluso si lo cuestionas, si te sientes molesto(a).
Escrito por: Karla Estrada Navarro